Mi verdugo

Ella

—Es la hora 

Una voz retumbó en la oscuridad que bañaba las cuatro paredes de la celda. Abrí los ojos y, de manera instintiva, cubrí mi cuerpo para protegerme de los golpes; sin embargo, no había nadie allí dentro. Solo yo. Miré hacia la puerta y vi una luz que se filtraba por el ventanuco.

Me incorporé sobre mi lecho de paja y aparté la manta que, a juzgar por su olor, no era la primera vez que protegía a alguien de aquella humedad que había penetrado mi carne y mordía mis huesos como un perro hambriento.

Traté de acomodar los mechones de cabello que se habían salido de mi recogido. Quizá tuviera poca relevancia en aquel momento, pero mi madre siempre me decía que un moño debía estar bien pulido, ya llueva o truene fuera.

Oí las llaves entrar en la cerradura y, tras un chasquido, la puerta se abrió. El carcelero ni siquiera me miró. Simplemente se echó a un lado y esperó a que llegara hasta él.

—Junta las manos. —En su tono no encontré petición alguna. Era una orden.

Obediente, porque jamás osé a desobedecer una orden en toda mi vida, junté las manos. Bueno, esto que acabo de decir no es del todo cierto. No es que no las juntara, eso sí lo hice. Me refiero a que nunca antes había desobedecido una orden, pues una sí que desobedecí, pero después del precio a pagar, cualquiera entendería que se me quitaron las ganas de reincidir en mi desobediencia.

—Camina —volvió a ordenarme, y yo, de nuevo obediente, caminé por aquel largo y oscuro pasillo con olor a orín, flanqueado por puertas donde más personas como yo esperaban a que uno de los guardias les avisara de la hora, como un maquiavélico reloj de cuco.

Cerré los ojos, cegada por la luz del día, y descubrí una carreta frente a mí. No había cerdos ni ovejas en ella. No tardé en darme cuenta de que yo era el ganado que iba a transportar.

El tiempo allí dentro se me hizo largo, demasiado largo, sobre todo cuando empezamos a cruzarnos con los que, tiempo atrás, me habían dado los buenos días. En esa ocasión no lo hacían. En su lugar, me escupían.

Yo me mantuve firme, con la espalda erguida, como me habían enseñado desde niña: las manos atadas, pero aun así bien apoyadas sobre mis muslos. Después de los escupitajos llegaron los insultos. Los primeros me avergonzaron, pero al cabo de un rato dejé de oírlos. Me concentré en el frío, en la vibración de la carreta sobre los adoquines mientras mi pulgar acariciaba el otro. Mis manos atadas no me permitían mayor lujo de movimientos y, posiblemente, sería la última caricia amable que recibiría mi piel, aunque viniera de mi propia mano.

Bajé la vista y comprobé que tenía las uñas algo largas. En algún lugar me dijeron que continúan creciendo aun después de muerto. Las imaginé largas y redondeadas como ramas de mimbre. Seguí imaginando mi cuerpo, y aquella visión se cortó a la altura de mi cuello, donde terminaba. Tragué saliva, todavía podía hacerlo.

Los murmullos se hicieron más fuertes. Aparté la vista de mis uñas y la llevé al frente. La visión de la tarima me cortó la respiración. Sobre ella, esperaba, con la cabeza cubierta por una capucha negra y un hacha entre las manos, mi verdugo. 

Él

Levanté los brazos, cargando con el peso del metal y lo llevé a mi espalda. Mis músculos se tensaron ante el esfuerzo, pero traté de mantener los pies firmes en el suelo y, agarrando el hacha con fuerza, la llevé de nuevo hacia adelante. El filo metálico emitió un rápido y cegador reflejo cuando un rayo de luz se filtró por el cielo cubierto de nubes y me golpeó en los ojos. Sin embargo, eso no me impidió que, con una precisión bien entrenada, clavara el filo en el punto exacto donde quería hacerlo. En un rápido y firme movimiento, despedacé en dos el tronco. Yo nunca fallaba.

Los dos pedazos de madera cayeron a lado y lado. Repetí aquel proceso veintitrés veces más. Me gustaba hacerlo siempre antes de una ejecución. Mi precisión era conocida, y no quería que eso cambiara. Más de una vez había oído cómo un verdugo fallaba y clavaba su hacha lejos del cuello del condenado. Una vez incluso me contaron que el verdugo le había rebanado la cabellera a un pobre diablo de un tajo. A mí jamás me pasaría algo así. Yo quería ser certero, profesional, y no estaba dispuesto a moverme ni un milímetro que pudiera ralentizar aquel sufrimiento. 

No era mi intención causar dolor. No. Yo no era esa clase de verdugos. Algunos me creerían cruel, pero se equivocaban. Yo solo era la mano que ejecutaba una sentencia escrita por otro. Mi único y fiel compromiso era el de ejecutar aquella orden de la manera más rápida e indolora posible.

Corté el último tronco, apilé los pedazos en la leñera y, de vuelta al calor de mi casa, paré un momento a observar las rosas que crecían junto a la puerta. Era el aroma más delicioso del mundo. Inhalé su fragancia una última vez y me dispuse a prepararme para mi jornada.

Saqué del armario mi uniforme, negro e impoluto, perfectamente lavado y almidonado. Llené el cuenco de la gata con leche fresca y acaricié su pelaje blanco. La gata arqueó el lomo ante mi contacto.

Me dirigí a la puerta y saqué del zapatero mis botas. Me calcé la izquierda, la até con dos lazos asegurados, como cada día, y después me calcé la derecha. Sin embargo, algo detuvo mis manos. Una pequeña, apenas perceptible, mancha roja que salpicaba la punta de mi bota. No podía ser. Siempre, después de cada trabajo, lavaba minuciosamente mi uniforme, desde las botas hasta la capucha. Frotaba incansable durante una hora. Aun así, una pequeña gota de sangre había sobrevivido. 

Consideré inconcebible acudir al trabajo con la sangre del día anterior. Me dirigí a la cocina y froté con una pastilla de jabón la punta de mi bota. La sangre no tardó en borrarse. Respiré aliviado, la sequé con un paño y me dispuse, ya perfectamente uniformado, a empezar mi jornada.

Ya habían pasado quince minutos de la hora fijada. Era habitual comenzar más tarde. A veces el carretero ralentizaba adrede su marcha en algunos puntos para causarle más humillación a su pasajero. Era un hombre cruel, pero nadie lo temía. En cambio, yo sentía como los ojos de un niño me observaban desde la muchedumbre con gesto de terror, sobre los hombros de su padre. ¿Qué clase de padre lleva a su hijo a presenciar un acto como este?

El ruido de la carreta me hizo apartar la mirada de los ojos inocentes de aquel niño que estaban a punto de pervertirse para siempre. Inspiré y exhalé el aire muy despacio. Sentí el calor de mi aliento atrapado dentro de mi capucha. Lo hice varias veces más hasta que mi respiración se cortó en el momento exacto en el que el carro se apartó de la muchedumbre y la vi.

Era una muchacha joven, no tendría más de veinte años. Mantenía la vista fija al frente. Pude ver las manchas en su ropa. Manchas de todo cuanto le habían arrojado en su trayecto hasta aquí. Y, sin embargo, su aspecto desprendía una elegancia inmutable. El pelo perfectamente recogido, su piel blanca como la misma nieve; su posición erguida, gallarda. 

Aquella muchacha levantó la vista hacia mí, y en ese instante mi corazón dio un vuelco.

La vi hermosa como las rosas de mi jardín, igual de frágil que sus pétalos, pero, aun así, algo en aquel cuerpo menudo apuntaba hacia mí como la más afilada de las espinas y se clavó en lo más hondo de mi carne sin ni siquiera tocarla.

El carro paró junto a un guardia que se dirigió a ella y la sacó con brusquedad. Ella perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo sucio. Di un paso hacia adelante para ayudarla, sin embargo el guardia ya había tirado de ella como quien levanta un saco de estiércol, con asco y sin ningún cuidado.

Tan pronto como recuperó su posición, aquella muchacha volvió a erguirse de nuevo, y con la mano del guardia agarrándola del brazo, avanzó por aquel corredor que se fue abriendo entre vecinos llenos de odio. No conocía a ninguno, pues yo no vivía en aquel pueblo.

Aquella muchacha siguió andando, con la vista fija en la tarima en la que me hallaba. Sin embargo, no volvió a mirarme en todo el trayecto.

Cuando llegó a las escaleras, el guardia le desató las muñecas. Ella, rápida y ágil, agarró su falda con las manos liberadas y subió la tarima con pulcra elegancia, dejando al aire unos pequeños y desgastados zapatos, cuya apariencia desentonaba con aquellos modales de alta cuna. Mis ojos, por mera costumbre, se fueron a su garganta. Siempre lo hacía cuando veía al condenado frente a mi, en un acto reflejo de analizar las medidas y el grosor del cuello que me disponía a cortar. 

Pude percibir como tragaba saliva cuando se fijó en el taburete que la esperaba a mis pies. Yo miré a sus ojos. No acostumbraba a hacerlo, no me permitía hacerlo y, sin embargo, lo hice. Y sus ojos, como un espejo, se fijaron en los míos. No vi miedo en ellos, ni siquiera súplica. A decir verdad, ni habría sabido decir qué vi exactamente.

Eran como dos pozos que me observaran con una serenidad que me hizo temblar. Esa misma serenidad la llevó a avanzar hacia mi, y tras una rápida inclinación de cabeza, como si me estuviera pidiendo permiso para tomar posición, se agachó sobre el taburete y colocó, con decisión, su cuello en la madera.

La gente del pueblo comenzó a abuchearla. Su falta de miedo y de súplica no debía de haber saciado sus ganas de espectáculo. Los aborrecí, a todos y cada uno de ellos.

—Vamos, verdugo, ¿a qué estás esperando? —logré oir entre el murmullo.

Agarré con fuerza el mango de mi hacha mientras observaba su latido palpitando en aquel cuello de porcelana. Fijé la mirada en el punto exacto donde debía clavar la hoja. Justo en el lugar donde el riego sanguíneo se precipitaría más rápido, dejando sin flujo su cerebro y acabando cuanto antes con su sensibilidad. 

Tiré del mango con fuerza, y lo cargué sobre mi hombro.

La muchedumbre comenzó a vociferarme, animándome como si aquello fuera un espectáculo de circo. 

—¡Rebánale el pescuezo! —gritó aquel padre que cargaba con su hijo sobre los hombros.

Sentí una arcada de puro asco al oír aquellas palabras.

—¡Vamos! ¡De un tajo! —gritó otra mujer al fondo.

Bajé la vista y vi cómo los zapatos desgastados de la muchacha temblaban bajo la tela de su falda, contrastando con aquella posición firme y serena. Después de todo, sí que tenía miedo.

Decidido a no alargar ni un segundo más aquella espera, alcé el hacha varios centímetros sobre mi hombro y con toda la fuerza que encontré dentro de mí, la precipité hacia adelante.

La sangre salpicó el filo de su vestido. Dejé caer el hacha sobre la tarima, exhausto. Se hizo un silencio sepulcral en aquella plaza.

Fue entonces cuando ella volvió los ojos hacia mí, confundida, y observó la punta de mi zapato, de la que emanaba un río de sangre.

—¡Se ha rebanado el pie! —gritó alguien.

Ella levantó la vista hacia mis ojos. Yo le sonreí, aunque ella no pudiera verlo. Aun así, me devolvió la sonrisa. Y aquella divina visión fue lo último que vi antes de desmayarme por el dolor.

Espero que hayas disfrutado del cuento de noviembre. 

Gracias por venir a El Palomar, refugio de todos los que tenemos la cabeza llena de pájaros. Y recuerda:

¡A volar sin miedo y a soñar sin límites!

Paloma.

No Comments

Post A Comment