Es comúnmente aceptado, cuando alguien se presenta, responder a tres preguntas. Por seguir un orden, empezaré por la primera:
¿Cómo me llamo?
Mi nombre es Paloma. Tengo que decirte que no siempre me ha gustado mi nombre. En la época escolar tuve que ser oyente de bromas, las que debo calificar como poco ingeniosas, relacionadas con mi capacidad de vuelo y mi naturaleza de goma, por no hablar de las relativas a mi aspecto pálido y las pobres imitaciones del arrullo de este ave tan desprestigiada.
Es por ello que la reconciliación con mi nombre no vino hasta muchos años después, concretamente fue un día que empecé a repetirlo muchas veces seguidas: «Paloma, Paloma, Paloma…» En algún momento de aquella sonata, esas tres sílabas adoptaron un tono distinto para mí, como si no fuera el mismo nombre que había escuchado toda mi vida. Te invito a que hagas lo mismo con el tuyo para saber de lo que te hablo.
Presentados nuestros nombres, ahora ha llegado el momento de responder a la segunda pregunta:
¿De dónde soy?
Aunque a priori puera parecerte una pregunta fácil, te aseguro que no lo es. Es concretamente la segunda pregunta más difícil que recibo. La primera viene después.
Nací en Motril, un pueblo de La Costa Tropical granadina, famoso por su leche “rizá”. De allí son mis padres. Sin embargo, vivimos en Almuñecar, pueblo vecino del anterior con el que no haré comparaciones por no ser este el lugar donde crear rivalidad entre ellos, hasta que cumplí los cuatro años y a mi padre lo trasladaron a Sevilla. A ese traslado lo siguieron Málaga y Granada en familia, y después siguió mi padre su travesía nómada pasando por Jaén, pero esta vez en solitario. Quizá fueron esos primeros años de mi vida, de cambios de colegio, amigos y hogares temporales, lo que me hizo adoptar mi mundo interior,El Palomar,como un refugio de estabilidad entre tanto cambio y comencé a llenarlo con pájaros que me hicieran compañía.
Cuando tuve la edad suficiente para valerme por mi misma, o al menos intentarlo, me fui a trabajar a Andújar, y después a Jaén, concretamente a la misma oficina donde se fue mi padre años atrás y donde nosotros decidimos no acompañarlo. (Curioso que el destino me guardó esa parada como obligatoria durante muchos años).
Sin embargo, solo estuve en Jaén dos años, pues conocí a un granadino que vivía en Melilla, y yo, de naturaleza romántica e impulsiva, y quizá también inmune al miedo a cambiar de domicilio por todos los traslados de los que te he hablado, pedí un traslado de tres años a Melilla y allí que me fui con él, con salto de charco incluido.
La pandemia adelantó nuestra vuelta y en 2020 nos instalamos en Málaga, con un anillo de compromiso en el dedo, y donde dos años más tarde nacería nuestro hijo, Pedro. Desde esa ciudad en La Costa del Sol te escribo hoy, aunque sin la certeza sobre si también te escribiré desde ella mañana, porque una parte de mí siempre se sentirá nómada y últimamente estoy oyendo la llamada norteña de tierras más frescas (Galicia, espérame).
¿A qué me dedico?
Cuando nació mi hijo, incapaz de compatibilizar mi trabajo de X horas semanales en un banco con la crianza de un bebé que cada semana traía de la escuela infantil un virus distinto, decidí tomarme una excedencia en el trabajo para lograr aquello que llaman «conciliación». Fue entonces cuando, tras un sueño (en una de las pocas noches que pude dormir del tirón), una idea despertó en mí, de la manera tan inexplicable como lo hacen las cosas más maravillosas de la vida: ¿Y si escribo un libro? Con aquel sueño en la cabeza y más tiempo entre las manos, me senté delante del teclado y comencé a escribir lo que me dictaban mis palomas que parecían saberse la historia y haberla tenido bien escondida toda mi vida. Te diría que después de varios meses de escritura creativa nació un libro sin mayor dificultad añadida, pero tuve que lidiar con el síndrome del impostor, con la crianza de un bebé y con una enfermedad que ya había hecho sus primeras apariciones años atrás pero que no dio señales inequívocas de su existencia hasta el año pasado. La esclerosis múltiple. Una compañera de vida cuyo nombre hace temblar, pero con la que se aprende a vivir, como un vecino molesto y ruidoso.
Así, tras muchas idas y venidas de borradores de una novela sin terminar, hubo alguien que creyó en mí como se cree en la magia, sin garantías ni dudas, y me empujó, una y otra vez, a escribir aquella historia que tenía en la cabeza.
Él es Andrés, ese granadino que me impulsó a cambiar de continente por amor a él y a cumplir un sueño por amor a mí misma. A él le he dedicado la que ha sido mi primera novela, Dime a qué huele el mar, la primera entrega de una bilogía en cuya segunda parte ya estamos trabajando, codo con ala, mis palomas y yo.
Esta es mi historia, aunque yo no soy solo mi historia. Soy todo lo que revolotea y crece dentro de este palomar y que irás descubriendo, si decides quedarte.