Club de Lectura: El Principito

Era un miércoles cualquiera cuando, volviendo a casa, la tormenta más escandalosa que había presenciado jamás me asaltó en mitad de una calle inhóspita de mi ciudad sin nada con lo que protegerme. Todo a mi alrededor eran locales vacíos con carteles de «se vende» cuyos números de teléfono ya habían cedido al peso del olvido.

Al buscar refugio bajo el minúsculo techado de una puerta cualquiera, un timbre se accionó por el contacto accidental de mi hombro. Me aparté del timbre, sin esperar que nadie acudiera a recibirme en aquel local que supuse abandonado, como todos los demás. Cual fue mi sorpresa cuando, al cabo de unos segundos, las luces del interior bañaron la calle encharcada y, al darme la vuelta, descubrí que me había refugiado en la puerta de una librería.

Un muchacho joven, de ojos vivarachos y pelo negro como la noche, se acercó hasta la puerta con una expresión en la cara que se balanceaba entre la curiosidad y la estupefacción. Le hice señales de negación con la mano, tratando de hacerle entender que no había sido mi intención llamarlo. Sin embargo, él debió interpretar aquellas señales como algo que no eran, pues sus pasos tímidos del principio mutaron en una carrera hacia la puerta.

Cuando esta se abrió con un chirrido calamitoso que delataba que no se abría muy a menudo, el muchacho de pelo negro esbozó una enorme sonrisa que, pese a ser la primera vez que veía, me pareció sincera. 

—Qué día tan bonito, ¿no te parece? No recuerdo haber visto una tormenta tan magnifica en toda mi vida. Vamos, pasa. No te quedes ahí fuera.

Aquel desconocido agarró mi muñeca y tiró de mí hacia el interior. Antes de darme cuenta, ya me había deslizado la gabardina por los brazos y me empujaba con prisas hasta algún lugar de aquella librería con olor a madera, libros viejos y algo más que no supe descifrar, pero que, sin duda, me resultó agradable.

—Perdona, yo no…

—Oh, no te preocupes —me interrumpió—. Acabamos de empezar. A Fred aun no le ha dado tiempo a criticar la elección de este mes.

¿Elección de este mes? ¿Acabamos de empezar? ¿Fred? Yo trataba de asimilar, al ritmo en el que yo asimilo las cosas, qué era aquello que estaba sucediendo a mi alrededor, mientras aquel muchacho me arrastraba entre las estanterías repletas de libros. 

Cuando decidí que era el momento de ponerle fin a todo aquel malentendido, sea de la clase que fuere, el chico descorrió una cortina y al otro lado aparecieron, sentados en un círculo de sillas, cuatro personas que se giraron hacia mí y me observaron con la misma perplejidad de quien descubre un fantasma. Bueno, a decir verdad, solo lo hicieron tres de ellas. La cuarta persona era una anciana de edad indescifrable que permanecía inmóvil con las manos en el regazo y los ojos cerrados.

—Es cierto que habían llamado al timbre. Hubiera jurado que era el graznido de un cuervo —comentó una mujer de mofletes carnosos y pelo ensortijado que me observaba de arriba a abajo con el gesto cargado de desconfianza.

—Aquí no hay cuervos, Emilia. Sin duda, solo podía ser el timbre. Esto no habría sucedido si no hubieras colgado ese maldito cartel en la puerta, Mario.

—No seas gruñón, Fred. Es una excelente noticia que tengamos un nuevo miembro. Desde que Paloma no está, el Club se ha vuelto algo aburrido —le contestó una mujer de pelo corto y gafas de pasta. Sus piernas estaban cubiertas por una mullida manta de pelo negro.

De nuevo volvieron las dudas a mi mente. ¿Un club? ¿Un nuevo miembro? ¿Paloma?

—Estamos bien como estamos, Berta. Y las cosas que están bien, no deben ser cambiadas —repuso Fred antes de volver a posar su mirada severa sobre mí.

—Vamos, siéntate… —El chico de ojos vivarachos acercó una silla hasta mí—. Perdona, pero creo que no he llegado a preguntarte tu nombre.

—No es necesario saber su nombre, Mario, o te acabarás encariñando y será imposible deshacernos de él.

—¡Oh, Fred! Hablas como si fuese un perro que hemos encontrado en la calle —le reprendió Berta, la mujer de la manta—. Claro que necesitamos saber su nombre, para algo es el nuevo miembro del club.

—¿El club…?  —Traté de preguntar, pero Fred me interrumpió antes de terminar.

—¡No adelantemos acontecimientos! Las normas son las normas. Y cómo parece que se os han olvidado, os vendrá bien refrescar la memoria. —Fred se levantó de la silla y se dirigió hacia el único papel que colgaba amarillento de un corcho sobre la pared. Lo había imaginado más alto sentado en aquella silla, pero la verdad es que no debía medir más de metro sesenta. Sacó unas gafas del bolsillo de su pantalón y comenzó a leer: —Cláusula tercera: Todo nuevo miembro del Club El Palomar deberá pasar, previo a su admisión, por una reunión de prueba tras la que se celebrará una votación. Para admitir a dicho aspirante como miembro indefinido del club, el resultado deberá ser de mayoría de votos a favor. En caso de empate, será Eleonora la encargada de desempatar la votación.

Supuse entonces que Eleonora debía ser la anciana. La miré y por un momento me pregunté si seguiría respirando.

—Bueno, empecemos entonces la reunión —dijo algo nerviosa Emilia, la mujer de mofletes carnosos—. No me gusta la incertidumbre, y necesito saber cuanto antes cómo acabará este embrollo. No sucedía algo así desde que Paloma fundó el club hace ya más de treinta años.

—¿Y qué hay de mí? Conmigo no hicisteis votación.

—Lo tuyo es distinto, Mario. Tu admisión vino de nacimiento, que por algo eres nieto de la fundadora. Se podría decir que es un derecho de sangre —le contestó Fred.

Mario, el chico de pelo negro, asintió, aunque no parecía muy convencido. Apoyó la mano sobre mi hombro y me empujó hacia la silla. Yo tomé asiento sin tiempo para rechistar. 

—¿Quieres tomar algo, muchacho? Fred ha traído bizcocho —me ofreció Berta acariciando la manta sobre sus piernas. 

—¡Solo los miembros pueden probar el bizcocho! —gruñó Fred.

—No, gracias. No tengo hambre —aquel sinsentido había acabado por robarme el apetito.

—Bueno, como estamos ya todos reunidos y hemos esperado los cinco minutos de cortesía por si se quiere unir alguien más… —comenzó Mario alzando la voz para que todos le prestaran atención.

—De hecho, ya van doce minutos —volvió a interrumpir Fred.

—Bueno, como decía —siguió Mario—, podemos empezar ya la tricentésima septuagésima primera edición del Club de Lectura El Palomar.

—¡Sea! —gritaron todos a la vez, provocando que mi cuerpo se movieran solo, conducido por un espasmo. ¿Un club de lectura? Yo no había abierto un libro jamás. Mi lectura más extensa se reducía a las instrucciones del nuevo televisor que había comprado hacía un mes. ¿Qué iba a hacer para salir de aquel malentendido? Estaba yo tratando de encontrar una solución, al ritmo en el que yo trato de buscar una solución a las cosas, cuando Berta tomó la palabra:

—Este libro ha sido todo un descubrimiento. No hubiera imaginado que algo para niños como El Principito podría resultar tan instructivo para un adulto. Sin duda, Antoine de Saint-Exupéry tenía un don para llegar al corazón de grandes y pequeños. 

¿El Principito? En ese instante, un cosquilleo que provenía de mi pasado me recorrió la columna. Sin poder evitarlo, durante los segundos que tardó Fred en tomar la palabra, volví a aquella habitación con el techo cubierto de estrellas brillantes, mientras la voz de mi madre me leía aquella extraña historia de un príncipe de cabellos dorados.

—¿Quién quiere empezar? —preguntó Mario—. ¿Tú, Emilia? ¿Nos harías una introducción para refrescarnos la memoria?

Emilia pareció hundirse en su silla ante aquella petición y sus mofletes se tiñeron de rubor. Me dirigió una rápida mirada cargada de recelo y, tras aclararse la garganta, comenzó:

—Esto… sí, supongo que puedo hacer un resumen —La mujer sonrojada volvió a aclararse la garganta y siguió: —En el desierto del Sahara, un piloto que solo sabe dibujar sombreros, o elefantes dentro de una boa, según se mire, tiene una avería y se dispone a tratar de arreglar el motor de su avión cuando se encuentra con un niño: El Principito. Este parece empeñado en que el piloto le dibuje un cordero, ¿o era un carnero? No lo recuerdo bien. El caso es que, el principito, rechaza todos los dibujos del piloto por resultarle el cordero, o el carnero, demasiado viejo o demasiado enfermo. El piloto decide entonces dibujar una caja donde dentro se esconde el cordero, o el carnero… 

—¡Jesús! Nos va a contar el libro entero.

—¡Fred! No seas grosero —le reprendió Berta. Fred puso los ojos en blanco y resopló con impaciencia—. Por favor, continúa, Emilia.

El rubor de las mejillas de Emilia se acentuó. Tras alisar las arrugas de su pantalón, decidió continuar:

—El caso es que el principito venía de un planeta tan pequeño como una casa. Huyó de allí porque se había disgustado con una flor que perfumaba su planeta: Una rosa algo vanidosa que quería dormir bajo un globo por las noches y que se inventaba enfermedades para llamar su atención. Así, el día de su partida, el principito deshollinó los volcanes, también el extinguido, porque no se sabe nunca; arrancó los últimos brotes de baobabs, pues su planeta está infestado por estas semillas que, si no se arrancan a tiempo, invaden con sus raíces todo el planeta y lo pueden hacer estallar, algo terrible, sin duda. Finalmente, regó una última vez su rosa y se marchó a explorar otros planetas aprovechando una migración de pájaros silvestres.

—¡Genial, Emilia! —la alabó Mario, y la mujer de mofletes sonrojados pareció, al fin, sonreír relajada. —¿Y qué representa, para vosotros, ese viaje a través de los planetas? ¿Quieres contestarnos tú, Berta?

—Claro. —Berta se reajustó sus gafas de pasta y enroscó los dedos en la manta que cubría sus piernas—. Creo que el principito emprende un viaje por todas aquellas rutinas, tan serias como absurdas, que a veces nos mueven a los adultos: Un rey que no tiene súbditos; un vanidoso que busca una admiración vacía; un bebedor que ahoga su vergüenza de beber en el alcohol; un hombre de negocios que cuenta estrellas por el mero hecho de poseerlas… Todas ellas aspiraciones que, ante la mirada inocente de un niño, se ven como puras majaderías. Y me pregunto si no serán nuestras vidas, acaso, un planeta más del que el principito huiría tan pronto como lo pisara.

—No estoy de acuerdo —interrumpió Fred.

—Qué extrañó, ¿tú en desacuerdo con algo? —masculló Berta.

—Cuéntanos, Fred. ¿Con qué no estás de acuerdo? —lo animó Mario.

Fred se irguió sobre su silla y me pareció que trataba de resultar mas grande de lo que era.

—No todas las rutinas me parecen puras majaderías. ¿Acaso no es noble el firme respeto del farolero por cumplir la consigna de encender el farol? El que, pese a sus ganas de dormir, enciende y apaga cada minuto. ¿Y no es agradable que en un planeta que gira cada vez más rápido, al menos haya algo que se mantenga igual?

—¿Y no te parece absurdo dedicar tu vida a algo que carece de sentido en la actualidad?

—La consigna es la consigna, Berta —sentenció este, y me pareció que aquel hombrecillo de aspecto gruñón se parecía bastante al farolero que describía.

—Pues hay que modernizarse, Fred.

—Y tú… Perdona, pero creo que aun no nos has dicho tu nombre —comenzó Mario.

—Jorge, ma llamo Jorge —dije pronunciado por primera vez más de dos palabras seguidas.

—¡Genial! Ya sabemos su nombre —masculló Fred con desgana.

—¿Y tú, Jorge? —me preguntó Mario ignorando a Fred—. ¿Quieres comentar algo sobre el viaje del principito por los planetas?

Todos se giraron hacia mí. Bueno, todos menos la anciana, que seguía dormida, o al menos eso esperaba… Negué con la cabeza, tratando de concentrarme en la pregunta de Mario, y sintiendo la presión de aquellos ojos expectantes. Sin embargo, por más que traté buscar en mi memoria, no recordaba mucho más de aquel viaje por esos extraños planetas. —Pues no, la verdad. Creo que ya lo han dicho todo.

Fred entornó sus ojos y me miró receloso.

—Me apuesto el bigote a que este muchacho no se ha leído el libro. 

—Sí, claro que sí. Bueno, leérmelo como tal, no. Pero me lo han contado.

—¡Qué te lo han contado! —Fred dio un pisotón en el suelo y se llevó las manos al pelo fino de su cabeza—. Lo que me faltaba por oír. Nuestro aspirante a miembro del club no se lee los libros, sino que se los cuentan. Sirva esto de precedente a la hora de la votación.

—Mi madre… —me aclaré la garganta, tratando de mantener el tono de voz controlado ante aquella acusación—, me lo leía cada noche antes de ir a dormir. No recuerdo muy bien el viaje del principito por todos aquellos planetas, han pasado mucho años. Lo que sí recuerdo es que había un zorro y una serpiente.

—¿Y quieres comentarnos algo sobre el zorro o la serpiente, Jorge? —me propuso Mario.

—¡Cómo hablemos de la serpiente ya habremos terminado la reunión sin apenas empezar! —gruñó Fred.

—Bueno, pues del zorro. Háblanos del zorro, por favor —me animó Mario con una sonrisa tranquilizadora.

Yo limpié el sudor que había comenzado a recorrer las palmas de mis manos contra la tela de mi pantalón y, después de un tiempo que me pareció demasiado largo rebuscando en los rincones olvidados de mi memoria, al fin recordé algo:

—El zorro quería que el principito lo domesticara. 

—¿Y? —me presionó Fred, haciendo círculos con las manos.

—El principito no entendía por qué le pedía el zorro tal cosa, así que el zorro le explicó que, solo si lo domesticaba, podrían crear lazos y llegar a ser único para él. Creo que decía algo así como «El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante». En su momento, cuando era un niño, lo veía como algo sencillo. Hoy, sin embargo, me doy cuenta de que ya no tenemos tiempo para domesticar, ni dejarnos domesticar. De hecho, creo que no tenemos tiempo para nada, ni siquiera para amar —dejé de hablar cuando me di cuenta de que algo en el ambiente se había vuelto demasiado intenso. Carraspeé incómodo—. Aunque quizá solo fuera un zorro que buscaba un amigo.

—Qué bonito, Jorge —me dijo Berta con una sonrisa en los labios. Le devolví la sonrisa y, al pasar la vista de soslayo sobre Mario, descubrí que me observaba con un gesto lleno de curiosidad. 

—Bien, creo que ya hemos hablado bastante del zorro, ¿seguimos? —refunfuñó Fred.

—¡Era un cordero! —gritó Emilia, y todos nos volvimos hacia ella sobresaltados.

—¿Cómo dices, Emilia? —le preguntó Mario, apartando sus ojos de mí.

—Era un cordero, no un carnero, ya me he acordado, y el principito le pidió al piloto que le dibujara un bozal porque tenía miedo de que el cordero pudiera comerse su rosa. ¿Sería horrible, no creéis? Que alguien pueda comerte mientras duermes. Yo no podría dormir tranquila, desde luego.

—¿Por qué no nos cuentas que sucede después de aquel encuentro con el zorro, Emília? —le propuso Mario. Emilia volvió a sonrojarse y, tras hundir los ojos en el suelo, al fin se decidió a continuar:

—El piloto comenzó a quedarse sin agua, así que fueron en busca de un pozo. El principito parecía no tener sed, quizá se había tomado las píldoras esas que vendía el mercader, pero claro, tanto andar por el desierto, al final le dio sed, y se les acabó haciendo de noche en busca de un pozo. Terrible, desde luego, andar solos por el desierto sin una gota del agua. —Emilia hizo una pausa como si tratara de hacer memoria—. El principito comenzó entonces a pensar en su rosa al mirar a las estrellas, y las estrellas le parecieron bellas porque, en alguna de ellas, estaría su rosa. De la misma manera que un pozo oculto hacía bello al desierto, o un tesoro escondido encantaba una casa. 

—Lo esencial es invisible a los ojos —susurró Berta. 

—Pues lo que yo creo es que estaban delirando de la sed—masculló Fred—. ¿Cómo si no iban a encontrar un pozo en mitad del desierto? Es un sinsentido.

—¡Lo importante no es el pozo, Fred! —le contestó Berta—. Es todo aquello que envuelve al pozo: la caminata bajo las estrellas hasta encontrarlo, el esfuerzo de los brazos del piloto cargando con el principito, el canto de la roldana… Lo importante vuelve a ser, por tanto, invisible a los ojos. Eso es lo que significa el pozo.

—¡El pozo es solo un pozo, Berta! Un lugar de donde coger agua, y ya te digo yo que en mitad del desierto no había un pozo ni nada que se le pareciese.

—¡Oh! Este hombre es imposible —se quejó Berta reclinándose sobre su silla. 

—Bueno, me temo que estamos llegando a la parte de la serpiente. ¿Algunos de vosotros quiere comentarla?

—Hazlo tu, Mario. Eres el que cuenta los finales más bellos —le propuso Emilia con timidez. 

Mario agachó la cabeza hacia Emilia en señal de agradecimiento y entrelazó las manos.

—Bueno, pues después de beber agua en el pozo, o no beberla, quién sabe, llegó la fecha en la que se cumplía el aniversario de la caída del principito en la tierra, y con ella, también el momento de su partida, pues el principito, pese a tener una rosa algo vanidosa, decidió volver con ella, pues esta era única para él y ninguna de las que encontró en la tierra pudo ocupar su lugar.

»Así, el principito hizo un trato con una serpiente que, pese a no ser mucho más gruesa que un dedo, le prometió que podría hacerle viajar lejos, muy lejos, concretamente de vuelta a la tierra de la que vino.

»Acordó encontrarse con la serpiente aquella noche y, cuando le contó al piloto que se marcharía, le dijo que cuando mirase las estrellas sería como si escuchara su risa de cascabel en ellas. Así, las estrellas serían únicas para él, pues serían estrellas que saben reír.

»El principito trató de disuadir a su amigo para que no lo acompañara en su partida, pues le parecería que había muerto ya que no podía llevarse su cuerpo con él. Era demasiado pesado para el viaje.

»Aun así, el piloto decidió acompañarlo y, tras un relámpago amarillo, el principito cayó suavemente sobre la arena, como una corteza abandonada, y pasó a ser una estrella en el cielo del piloto, y su risa, una melodía que no cesaría jamás.

»Y yo me pregunto si, quizá, no serán nuestros cuerpos como el del principito, simples cortezas que dejaremos aquí cuando volvamos a la estrella de la que venimos. 

—Es un final precioso, no hay duda —susurró Berta.

—No está mal —masculló Fred volviendo sus ojos vidriosos hacia una esquina de la habitación.

—¿Y qué hay del cordero? —preguntó Emilia con la voz cargada de preocupación—.  ¿Se comió o no se comió la rosa? El piloto olvidó ponerle una correa.

—He ahí la cuestión, Emilia —le contestó Mario—. Te importa si le puso o no le puso la correa porque el principito también acabó por domesticarte a ti, y a todos los que estamos aquí. Le dedicamos nuestro tiempo a leer su historia y al final acabo por ser especial para nosotros. 

Esta asintió con la cabeza y pareció complacida, a la vez que triste, con aquella respuesta.

—Pues si no tenéis nada más que añadir —dijo Fred levantándose de su silla—. Ha llegado el momento de hacer la votación y decidir si aceptamos a este muchacho como nuevo miembro del Club de Lectura. ¿Votos en contra?

Fred tenía la mano levantada antes de terminar de hacer la pregunta. Para mi sorpresa, también la levantó Emilia.

—Lo siento, muchacho, no te lo tomes como algo personal. Es solo que no te conocemos de nada. Podrías ser un ladrón, o un asesino. Dios sabe que no quiero asesinos en este club.

—No soy ningún asesino ni un ladrón, Emilia, se lo aseguro. Pero no se preocupe. Está bien.

—¿Votos a favor? —volvió a preguntar Fred, y rápidamente bajó la mano.

Berta y Mario subieron las suyas, y este último me dedicó un guiño que me arrancó el primer rubor que había sentido en mucho tiempo. 

—Vaya, parece que tenemos un empate —comentó Berta.

—En ese caso, las reglas son claras. Eleonora deberá resolverlo.

Miré hacia la anciana, que seguía inmersa en aquel sueño. Me dio pena despertarla, pero supuse que era la única opción.

En ese instante, Berta se levantó de su silla, y lo que había creído una manta mullida de pelo que caía sobre sus piernas, resultó ser un gato peludo y anciano.

—La pondremos en el centro —indicó Fred—, y cuando dé la señal la llamaremos de un lado Emilia y yo, y del otro, Mario y Berta. Según al lado al que decida ir, veremos cual es su veredicto.

—Esto es muy extraño. ¿Cómo va a tener un gato un veredicto? 

—Shhh —me susurró Mario—. No enfades a Eleonora, es muy orgullosa.

Berta acarició la cabeza de la gata que me lanzó una mirada poco amigable con sus pupilas afiladas. Después, la dejó en el centro del círculo de sillas y se alejó hacia Mario.

—A la de tres: Uno, dos y tres —indicó Fred.

Los cuatro integrantes del club comenzaron a llamar a la gata con muestras efusivas de cariño. La gata los miró a todos con gesto impasible, hasta que, finalmente, tras lanzarme una mirada cargada de reproches, pese a ser un gato, se contoneó hacia el extremo donde estaban sentados Fred y Emilia.

—¡Buena gata! Sabía que no nos fallarías —Fred la cogió entre sus brazos y la gata olfateo su mano, buscando algo.

—¡Ha hecho trampa! ¡La ha llamado con bizcocho! —le recriminó Berta.

—En ningún sitio del reglamento se dice que no se pueda tratar de persuadir a Eleonora. La decisión está tomada. La solicitud de admisión del muchacho queda rechazada.

De pronto, sin saber cómo ni por qué, me entristecí. En algún momento de aquella reunión habían nacido en mí unas ganas sinceras de pertenecer a aquel extraño club de cuya existencia ni sabía hasta hacía una hora.

—No tan rápido —todos nos volvimos ante aquella voz lejana, y me encontré con los ojos de la anciana, que se habían abierto y estaban fijos en mí—. Aun falto yo.

—En buen momento se despierta usted, doña Inés. No se preocupe, ya he zanjado este asunto. Puede seguir descansando —le propuso Fred.

—Estará zanjado cuando yo lo diga. —La anciana se apoyó sobre un bastón y caminó encorvada hasta mí, portando una enorme joroba sobre sus hombros. Subió sus ojos blanquecinos y entrecerrados hasta los míos y, tras observarme durante unos segundos, miró hacía Fred y dio un golpe con el bastón sobre el suelo.

—Yo voto que sí. El muchacho se queda.

Mario y Berta comenzaron a aplaudir y se abrazaron. Tuve que contenerme para no unirme a ellos.

—Pero no es posible. Ni siquiera ha estado despierta en la reunión —se quejó Fred.

—Que tenga los ojos cerrados no significa que no me entere de lo que pasa aquí, ¿o debo recordarte que lo esencial es invisible a los ojos, Fred?

Este masculló algo que no logré escuchar y se dispuso a ponerse el abrigo que descansaba sobre su silla.

—Gracias —le susurré a la anciana.

—No hay de qué. Pero, la próxima vez, haz el favor de leerte el libro, y ten mas cuidado cuando busques refugio en una tormenta, no vaya a ser que acabes en un club de lectura sin haberlo planeado. 

La anciana esbozó una sonrisa, mostrándome su enorme dentadura y, acto seguido, se agarró al brazo de Berta y se dirigieron hacia las cortinas que daban a la librería, seguidas por Emilia y Fred. Este último me lanzó una mirada mortecina antes de coger los retos del bizcocho y llevárselos con él.

Los seguí hasta la puerta de la librería y, cuando todos salieron, Mario se interpuso ante mí y arrancó el cartel del cristal:

«Se buscan lectores para el Club de Lectura el Palomar.

Próxima lectura: El Principito.

Miércoles 30 de octubre a las 8 de la tarde. 

Llamen al timbre para ser atendidos. »

—¿Y bien? ¿Cuál es el próximo libro? —le pregunté al terminar de leer el cartel.

—Ana la de Tejas Verdes. ¿No te parece un libro estupendo para soñar en otoño?

—No lo sé, nunca he oido hablar de él. 

—Suerte que estamos en una librería y podemos ponerle remedio a eso. Vamos, ven conmigo. Creo que tengo algún ejemplar todavía.

Y así, me encaminé detrás de Mario hasta perdernos en aquel universo de libros, sintiendo como, una parte de mí, ya comenzaba a domesticarse.

Gracias por venir a El Palomar, refugio de todos los que tenemos la cabeza llena de pájaros. Y recuerda:

¡A volar sin miedo y a soñar sin límites!

Paloma.

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