Club de Lectura: Ana la de Tejas Verdes

Ya había pasado un mes cuando me encontré de nuevo frente a la puerta de aquella librería. El viento del otoño serpenteaba por la calle con la fuerza de un tren, zarandeando los árboles desnudos y despojándolos de sus últimas hojas.

Vi a Mario a través del cristal del escaparate. Revisaba con cara de absoluta concentración un bloc de notas tras el mostrador. Me quedé unos segundos de más contemplándolo desde la calle. No había vuelto a pasar por allí en todo el mes. Su pelo me resultó aun más negro de lo que recordaba, y eso que lo había imaginado al menos un centenar de veces durante todos aquellos días de espera mientras pasaba las páginas de mi ejemplar de Ana la de Tejas Verdes, que compré tras la última reunión.

Mi corazón aceleró su ritmo cuando empujé la vieja puerta de la librería y la campanilla vibró sobre mi cabeza, alertando de mi llegada.

Mario subió la vista hacia la puerta y una sonrisa brotó en su rostro cuando se posó sobre mí.

—Jorge, has venido —susurró, y un cosquilleo efervescente recorrió mi cuerpo al pensar que recordaba mi nombre.

—¿No era hoy la reunión? —dije apartando la vista de él y buscando a alguien más junto a las estanterías repletas de libros.

—Sí, pero has sido el primero en llegar. Los demás estarán al caer.

—No recordaba muy bien la dirección y preferí venir con tiempo —le contesté, consciente de que aun quedaban quince minutos para las ocho.

Mario cerró el bloc de notas y salió del mostrador. Mi vista se deslizó hacia sus vaqueros gastados y sus zapatillas converse desatadas, antes de subirla de inmediato hasta sus ojos, más grandes de lo que recordaba.

Una mueca de curiosidad apareció en su rostro al descubrir la bandeja que sostenía entre las manos.

—He traído unas galletas para picar. Las he hecho yo —me expliqué atropelladamente.

Este me dedicó una enorme sonrisa antes de inclinarse sobre la bandeja cubierta con papel de aluminio y tomar una fuerte inhalación.

—Déjame adivinar… vainilla, chocolate y… ¡avellanas! —concluyó.

—¿Cómo lo has sabido? —me agaché sobre la bandeja, acercándome sin pretenderlo, aunque sin molestarme, a la cara de Mario. Yo, sin embargo, solo pude olerlo a él al inhalar. Ese maravilloso olor a libros que flotaba en la librería y que estaba pegado a su cuerpo, como un libro más que me sentía tentado a leer.

—Huelen desde que has entrado por la puerta. —Miré hacia Mario, que me contemplaba con una media sonrisa. Sin duda, mi imaginación no había hecho en absoluto justicia a sus ojos. Me fijé en ellos unos segundos de más para tratar de memorizarlos.

La campanilla de la puerta sonó, y antes de que me diera tiempo a volverme, oí la voz de Fred.

—Anda, pero si ha vuelto —masculló, y pude notar la decepción en su tono—. No sé por qué pensaba que te acabarías aburrimiento del libro y no volverías a aparecer por aquí.

—Eso es lo que tú hubieras querido —susurró Berta tras él, mientras sujetaba la puerta para que entrara doña Ines con su bastón—. Qué bien verte de nuevo, ¿Jorge decías que te llamabas, verdad?

Yo asentí, cambiando el peso de mi cuerpo algo nervioso de una pierna a otra.

En ese momento, la puerta volvió a abrirse, y apareció Emilia tras ella, con su pelo ensortijado revuelto y una mueca de horror.

—¡Qué viento tan horrible! He venido todo el camino pegada a la pared temiendo que pudiera caerme una maceta desde alguna terraza.

—Parece que ya estamos todos, ¿pasamos a la habitación? —Mario se acercó hasta la puerta, le dio la vuelta al cartel de cerrado y echó el pestillo.

Fred aceleró el paso para ponerse el primero, seguido de Berta y doña Inés. Emilia continuó aquella procesión, mientras se colocaba entre resoplidos los rizos desordenados.

Mario me hizo una señal para que pasara antes que él, mientras nos adentramos en aquella librería escoltados por sus silenciosos, que no mudos, habitantes de papel.

Al otro lado de una cortina, nos esperaban un círculo de sillas. Sin embargo, en esta ocasión pude contar una más.

Me acerqué para dejar la bandeja de galletas sobre un pequeño mueble aparador. Sin embargo, Fred se me adelantó y dejó un plato de bizcocho. Miró receloso mis galletas con el ceño fruncido y los labios apretados bajo su espeso bigote. Algo acongojado, por qué negarlo, dejé mi bandeja junto a su plato, cuyo bizcocho parecía observar mis galletas con el mismo incordio que me observaba Fred.

—Mmm, ¿Qué es eso que huele tan bien? —preguntó Berta acercándose por encima de mi hombro.

—Es mi bizcocho de… —le contestó Fred.

Pero Berta negó con la cabeza antes de que terminara. 

—No, es otra cosa. ¿Son galletas eso que llevas ahí, Jorge?

—Seguro que son de esas ultraprocesadas del supermercado y las ha puesto sobre una bandeja para disimular.

—¡Oh, Fred! Ves mal todo lo que no sea tuyo.

—De hecho, las he preparado yo mismo. No sé si habrán salido todo lo bien que me gustaría.

—¿Tú? —preguntó Fred levantando una ceja en señal de incredulidad. Cogió una galleta con cierto recelo y le dio un mordisco. Tras observarme durante un buen rato contoneando su bigote cubierto de migas mientras masticaba, finalmente tragó.

—Les falta azúcar.

—A ti sí que te falta azúcar, Fred —le repuso Berta, que se acercó a la bandeja y cogió una galleta—. ¡Deliciosa! Tienes que darme la receta.

Mario se acercó también, apoyó una mano sobre mi hombro, y cogió una galleta.

—Mmm. Saben tan bien como huelen. —Me dio un apretó en el hombro antes de coger la bandeja y acercársela a doña Ines, que no cogió una, sino dos, y las saboreó recostada en su silla.

—Esto si está rico, y no el bizcocho seco de Fred, que te chupa todos los jugos del cuerpo.

Fred masculló algo entre dientes y, lanzándome una mirada feroz, tomó asiento.

—¿Empezamos o hemos sustituido el club de lectura por un club gastronómico?

El resto nos dispusimos también a tomar asiento. A mí me tocó entre Mario y Berta. Justo en frente de Fred, que continuaba con los ojos clavados en mí.

—Pues como ya estamos todos sentados y bien alimentados, podemos empezar ya la tricentésima septuagésima segunda edición del Club de Lectura El Palomar.

—¡Sea! —gritaron todos a la vez, sobresaltándome de nuevo, como en la última reunión. 

—Sea —repetí a destiempo.

—¿Quién quiere empezar esta vez?

—Que empiece el nuevo. A ver si esta vez se ha leído el libro —propuso Fred con malicia.

Todos se giraron hacia mí, y sentí como mi garganta se cerraba poco a poco hasta dejar solo un fino hueco por el que tragué saliva.

—¿Te animas a hablarnos sobre la llegada de Ana a Tejas Verdes, Jorge? —me invitó Mario. 

Asentí y desvié la vista hacia la anciana, que era la única cuya mirada no me atormentaba, concentrada en cazar las migas de galletas que habían caído en su blusa y llevárselas de nuevo a la boca.

—Ana Shirley es una huérfana de 11 años que es enviada por error a la granja de Tejas Verdes, propiedad de los hermanos Cuthbert, Marilla y Matthew. Los Cuthbert habían solicitado un niño para que les ayudara en la granja, pero, por un error, es Ana la que va a parar a su casa. Así que los Cuthbert se enfrentan a la decisión de devolver a Ana al orfanato del que vino, o quedarse con ella. —Tragué saliva, tratando de de devolverle algo de humedad a mi boca—. En un principio Marilla parece decidida a enviarla de vuelta, pero Matthew, un hombre bastante tímido e incapaz de tratar con las mujeres, parece haber descubierto en Ana una compañía agradable e interesante.

Llevé entonces la vista hacia Mario, y él asintió muy atento para que continuara.

—Una vecina del pueblo parece dispuesta a quedarse con Ana para que cuide de sus hijos, lo que empuja definitivamente a Marilla a aceptar la tarea de criar a la niña, aunque no está dispuesta a permitir que su hermano se inmiscuya en su educación. Así empieza la historia. Quizá me he extendido demasiado…

—No, es perfecto. Absolutamente perfecto. —Mario me sonríe, y yo siento cómo el rubor baña por completo mis mejillas y me pregunto si llegará el momento en el que logre acostumbrarme a las sonrisas de Mario—. Pues como bien dice Jorge, Ana se queda en Tejas Verdes y poco a poco iremos conociendo a una niña muy especial. ¿Alguno quiere contarnos algo sobre su carácter?

—Opino que no calla ni debajo de agua —espeta Fred arrugando el ceño—. Se pasa páginas enteras inmersa en un monólogo sin sentido alguno. Posiblemente, dos terceras partes del libro sean sus divagaciones, inventando historias de todo cuanto la rodea o nombres ridículos, como el lago de las aguas refulgentes o el camino encantado. Cuando los lugares tienen un nombre, no es necesario cambiárselo, o generará confusión. Esa niña ha agotado toda mi paciencia, por no hablar del dolor de cabeza que me provocaban sus historias sin fin, saltando de un disparate a otro sin medida ni orden.

—¡Desde luego, no sabes escuchar a las mujeres, Fred! —le acusó Berta. Miré hacia ella y vi lo que la última vez pensé que era una manta, y resultó ser Eleonora, la gata. ¿En que momento había llegado hasta ahí?

—A los que no sé escuchar es a los que hablan por no estar callados. 

—Pues yo pienso que ha sido mágico ver el mundo a través de sus ojos. —siguió Berta ignorando sus comentarios—. Me he dado cuenta de que vivimos ciegos. Pasamos por alto lo más bello de la vida, ignorando la magia en la floración de un cerezo, o el brillo de una laguna. Damos por hecho la vida, y todo cuanto la habita. Deberíamos pararnos más a observar a través de la mirada de un niño. Posiblemente así veríamos cuanta belleza nos rodea y lo ricos que somos.

—Totalmente de acuerdo, Berta. ¿Y tú, Emilia? ¿Compartes algunas de las opiniones dichas, o tienes algo nuevo que aportarnos sobre Ana?

—Es una niña algo parlanchina, eso no se puede negar —comenzó a decir, irguiéndose sobre su silla—. Aunque supongo que su imaginación es el refugio del que dispone para evadirse de la cruda realidad que le ha tocado vivir. La pobre se contenta solo con encontrar campos para su imaginación, como dice ella. Aunque de igual modo, esa imaginación desbordante también le puede jugar malas pasadas, como cuando imagina que el bosque está embrujado y teme atravesarlo de noche. La entiendo perfectamente. Yo habito a diario con miedos que mi mente va creando, hasta tal punto que me cuesta diferenciar los reales de los que no. 

—La imaginación es una absoluta trampa de nuestra mente que nos distrae de la vida real—interrumpió Fred—. El mundo es como es, y no puede uno andar imaginándolo de un color que le guste más.

—Yo también diría que esa imaginación es la que hace que se ilusione tanto con las cosas —comencé a decir en apenas un susurro, y por la mirada que me lanzó Fred, me arrepentí enseguida de haber intervenido.

—¿Por qué lo dices, Jorge? —me preguntó Mario.

—Como le dice Marilla, cuando uno pone demasiado corazón en las cosas, le pueden esperar muchas desilusiones. Ana, sin embargo, dice que pensando en las cosas que podrían suceder, se disfruta la mitad del placer que traen aparejadas, pues puede uno no conseguir las cosas en si mismas pero nada puede impedir el placer de haberlas disfrutado anticipadamente. Estoy de acuerdo en parte con ella. Creo que es peor no esperar nada que ser defraudado.

—De ilusiones no se vive, ni se come —sentenció Fred.

—Pero se sueña, y los sueños son tan parte de la vida como estar despierto —le contestó Mario, y un cosquilleo acarició mi estómago. —Entonces parece que Ana es una niña muy imaginativa, ¿qué más podríais decir de ella?

—Yo diría que también puede resultar vanidosa, como refleja su obsesión por su apariencia, o por los vestidos bonitos, incluso llega a ser bastante temperamental, como cuando le rompe la pizarra en la cabeza a Gilbert, o la manera en la que le responde a Rachel. Todas esas peleas se deben a su obsesión con su pelo rojo, aunque aprendió la lección después de tintárselo verde y tener que cortárselo. No hay mal que por bien no venga. —Emilia volvió a colocarse los rizos, como si la vanidad fuera algo ajeno a ella.

—¿Qué os parece si comentamos también algo sobre el resto de personajes? ¿Alguno con el que hayáis conectado especialmente? ¿Alguno ha encontrado algún alma gemela entre ellos, como los llama Ana?

Mario llevó los ojos directamente a mí, ante lo que interpreté que estaba buscando mi respuesta.

—Supongo que coincido con Ana, y encontré en Matthew un alma gemela. Un hombre que se hace querer desde el silencio, y se preocupa por ella y sus deseos, aun a riesgo de enfrentarse a Marilla, como cuando va a buscar una tela al pueblo consumido por la vergüenza para que Rachel Lynde le haga un vestido con mangas abullonadas.

—¡Malditas mangas abullonadas! —gritó Fred, provocando que todos nos volviéramos hacia él—. Si no las ha mencionado quinientas veces no las ha mencionado ninguna. Que obsesión tan insana. Yo opino como Marilla al pensar que eran totalmente innecesarias y un despilfarro de tela por motivos que responden únicamente a su vanidad.

—¿Podríamos decir entonces que encontraste un alma gemela en Marilla, Fred?

—Yo no la llamaría alma gemela, pero desde luego es la única que mantiene algo de sensatez a lo largo de la historia, haciéndole ver a Ana cuando ha llegado el momento de callarse, o lo ridículas que pueden resultar sus preocupaciones, y que ya que le gusta preocuparse, por lo menos que sea algo útil. Era su punto de contacto con la realidad y la sensatez.

—Interesante, Fred. ¿No creéis que hay personas que son como una cuerda que nos mantiene unidos a la tierra, como un globo que si se dejara de sujetar, saldría volando? —preguntó Mario.

Todos asentimos con la cabeza.

—Creo que Diana, su amiga, también hace de esa cuerda de sujeción para Ana —comenta Berta—. Ella es pura bondad e inocencia. La forma de ser de ambas, Ana más temperamental, y Diana más sosegada, les aporta mucho mutuamente. Ana es una chispa de vida para Diana, y Diana, un punto de sujeción con el mundo real. Ya no necesita andar imaginando amigas en su cabeza. Ha encontrado una de verdad en Diana, además de una amistad muy sincera. Diana no siente los más mínimos celos por Ana. Parece alegrarse de todos sus éxitos como si fueran propios. Una lástima que los prejuicios de su madre hicieran que tuvieran que separarse durante un tiempo.

—¿Y qué opináis de eso? ¿Cómo se toma el pueblo la llegada de Ana?

—Era otra época —comenzó a decir doña Inés con voz áspera. Pareció hurgar un rato en sus recuerdos antes de seguir—. En aquella época había una especie de animadversión hacia los niños que venían de orfanatos, viéndolos a ellos como un peligro, cuando no eran más que víctimas de una situación cruel. Su única salida era la de ser empleados, por no decir esclavizados, como mano de obra. Incluso los hermanos Cuthbert, de buen corazón, en un principio tenían esa intención cuando pretendían adoptar a un niño para que les ayudara en la granja. No los adoptaban para darle un mejor porvenir, sino de manera egoísta, los utilizaban. Y ese habría sido fácilmente el destino de Ana; seguir su travesía de una casa a otra, para cuidar de los hijos de otros y sin poder asistir al colegio y desarrollar todo su potencial, con la única salida de encontrar un marido que le diera sus propios hijos que seguir cuidando.

—Eso me recuerda cuando Marilla le dice a Mathew que de nada les servirá la niña, y Mathew le contesta que quizá sean ellos los que le sirvan de ayuda a ella —comenta Berta.

—Mathew es una persona buena por naturaleza. Naturalmente buena, como dice Ana —sigue Emilia—. Resulta fácil quererlo. Otras personas en cambio, como la señora Lynde, Ana piensa que hay que realizar un esfuerzo muy grandes para quererlas. Uno sabe que debe quererlas porque son muy sabias y trabajan activamente en la comunidad, pero es necesario recordárselo constantemente, pues de lo contrario se olvida.

—No sé a quien me recuerda… —dijo Berta mirando de reojo a Fred, que no parecía darse por aludido.

—¿Qué os parece si, para cerrar, hablamos sobre la evolución de Ana a lo largo del libro?

—Afortunadamente acaba por sosegarse, de lo contrario, no podría haber terminado la lectura, y yo jamás he dejado un libro a medias —responde Fred.

—Como Marilla le dice—sigue Berta—, habla la mitad de lo que acostumbraba, y apenas usas palabras importantes. Ella dice ya no siente deseos de hablar tanto. Prefiere pensar en cosas que le gustan y guardárselas en el corazón como tesoros. Y ya no quiere usar palabras rimbombantes, ya que su profesora dice que las simples son mucho más fuertes y mejores.

—Otro punto que me parece digno de mencionar es lo ambiciosa que es Ana, como demuestra la competición continua que mantiene con Gilbert—comienza Mario—. Cuando rechaza su beca para quedarse con Marilla, esta no quiere que se sacrifique por ella y renuncie a sus ambiciones, en cambio Ana le dice que tiene tantas ambiciones como siempre. Lo único que ha cambiado es el objeto de ellas, ya que será una buena maestra y salvará su vista. Me parece un acto muy noble y que dice mucho de ella, además lo hace sin reproches, y sin malestar. Esto demuestra como ha madurado Ana, pues años atrás parecía estar más centrada en ella y sus preocupaciones que en los demás. Además, se muestra muy positiva, viendo aquel cambio como un recodo en el camino. No sabe que habrá tras el, pero cree que será lo mejor. Quizá hayáis notado también alguna evolución en su relación con otros personajes.

—Marilla acaba por volverse blanda —comenta Fred.

—Más que blanda, yo diría que se da cuenta de todo cuanto le aporta Ana y se siente orgullosa de ella y de sus logros. También se emociona al recordar la llegada de Ana, y se pregunta como pudo dudar si mandarla devuelta al orfanato, ante lo que su vida habría sido muy diferente. Se permite sincerarse con ella y decirle, por primera vez, cuanto de importante es para ella. Encuentra un verdadero apoyo en Ana, sobre todo cuando muere Mathew, y ella decide quedarse a cuidarla.

—A mi me da mucha pena el muchacho, Gilbert. El pobre le hizo una broma sin mala intención, y ella lo condena durante todo el libro por ello y trata de aparentar una indiferencia hacia el que no siente, pues queda de manifiesto como compite continuamente con él, lo que la motiva a superarse día a día, hasta ser la mejor en clase, y en la prueba de acceso a la Academia de la Reina, por no hablar que consigue una beca para seguir estudiando. Me pareció un detalle precioso que Gilbert le cediera su puesto como maestro en Avonlea. El muchacho desde luego está prendado de ella, dice que es su destino ser mejores amigos, aunque yo estoy convencida de que acabarán siendo algo más que amigos.

Emilia sonrió complacida ante aquella idea.

—Me gustaría terminar diciendo que creo que todos nos hemos podido sentir reflejados en algún momento con Ana. En su ambición, su imaginación, su temperamento o su sinceridad chispeante. Ana es única, y a la vez es como todos nosotros.

Todos asintieron en silencio, y me pregunté con qué parte de su carácter se había sentido identificado Mario. 

—Pues, si no tenéis nada más que decir —siguió Mario—. Ha llegado el momento de cerrar la reunión de hoy.

—¿Cual era la próxima lectura? —preguntó Emilia.

—Cuento de Navidad de Charles Dickens, y algo me dice que alguno puede sentirse identificado con ella. Ya me diréis con quién.

Una sonrisa divertida brotó en sus labios antes de echar una rápida ojeada sobre todos los allí presentes, para acabar posándola en Fred.

Espero que hayas disfrutado de esta reunión de nuestro peculiar Club de Lectura, donde cada reunión es una historia en sí. 

Gracias por venir a El Palomar, refugio de todos los que tenemos la cabeza llena de pájaros. Y recuerda:

¡A volar sin miedo y a soñar sin límites!

Paloma.

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