Club de Lectura: Cuento de Navidad

La librería destacaba entre los negocios lúgubres de la calle, decorada con una guirnalda de pequeñas luces que brillaban en la oscuridad. En el escaparate, una colección de libros navideños, con llamativas portadas en tonos rojos y verdes, descansaba a los pies de un árbol de Navidad cargado de bolas y espumillón. En la punta, una enorme estrella reinaba como guardiana del conjunto. 

En el interior, los suaves acordes de villancicos acústicos habían sustituido el silencio habitual del local que solo se había atrevido a interrumpir, hasta ese momento, la campanilla de la puerta. Mario, que envolvía un libro para regalo, llevaba un jersey rojo con las palabras «Ho Ho Ho» saliendo de la boca de un Papá Noel. Sus ojos se abrieron de par en par cuando me vio cruzar la puerta.

—¡Espera ahí un momento! —exclamó con prisa.

Me quedé inmóvil en el marco de la puerta, sintiendo el frío de la calle colarse entre mis piernas. Mario terminó de atar el paquete con un lazo rojo y lo escondió bajo el mostrador. Luego levantó la vista y me regaló una sonrisa antes de que una mano me empujara por la espalda.

—¡Déjanos entrar, muchacho! Hace un frío que pela —dijo doña Inés al pasar, seguida de Berta y Emilia. Las tres vestían jerséis navideños, incluso doña Inés, que lucía uno decorado con copos de nieve.

Berta echó una mirada a mi jersey marrón, que carecía de cualquier adorno festivo, y apretó los labios.

—Parece que olvidamos mencionarte el vestuario del día.

Antes de que pudiera responder, Mario se acercó hasta el árbol del escaparate y, tomando prestado parte de su espumillón, lo enredó alrededor de mi cuello a modo de bufanda. 

—Arreglado —comentó satisfecho.

—¡Oh! —se le escapó a Emilia, que nos observaba con una mirada tierna.

—¿Ya estamos todos? —preguntó Berta, dispuesta a girar el cartel de «cerrado».

—Aún falta Fred —contestó Mario.

—¿Fred? En todos los años que llevo en este club, nunca ha llegado tarde —dijo Emilia, asomándose al escaparate con aire preocupado.

—Estará al caer. Vamos pasando mientras lo esperamos —propuso Mario, guiándonos hacia la habitación del fondo.

Nos acomodamos en un círculo de sillas, dejando vacía la de Fred. Mario apareció con una bandeja de chocolate caliente que llenó la habitación con su aroma especiado. Al probarlo, descubrí que era el mejor chocolate que había probado nunca. Mario, sentándose a mi lado, me limpió la punta de la nariz con una sonrisa cómplice.

—Qué raro… ya han pasado diez minutos de las ocho y Fred sigue sin llegar —comentó Emilia.

—Tal vez le tocó la lotería y está buscando dónde esconder el dinero —bromeó Berta.

—O cogió una de esas horribles gripes. Dios quiera que no sea otra pandemia —respondió Emilia con un gesto de terror.

—No pensemos lo peor. Podría haberse retrasado por cualquier motivo. Empecemos y que se una cuando llegue —propuso Mario—. ¿Alguien quiere presentar a Scrooge?

Berta, agachándose para coger a Eleonora, que maulló bajos sus piernas, tomó la iniciativa:

—Ebanayzer Scrooge en un anciano egoísta, frío y solitario, que vive por y para trabajar en su contaduría y carece del más mínimo espíritu navideño, por considerar que esas fechas son meras «paparruchas».

»Al llegar a su casa la víspera de navidad, Scrooge es visitado por el fantasma de Jacob Marley, su antiguo socio que en vida fue tan codicioso como Scrooge. Le informa que será visitado por tres espíritus las siguientes noches: el Espíritu de las Navidades Pasadas, el de las Navidades Presentes y el de las Navidades Futuras, quienes entre recuerdos y vistazos a las vidas de los que lo rodean, le mostrarán el impacto de su actitud y lo guiarán hacia una posible redención. 

—¿Os habéis sentido identificados en esta primera versión de Scrooge? 

—Ni por un momento—comenzó Emilia, moviendo su cucharilla en la taza con delicadeza—. Yo no tengo ni una pizca de avaricia. Soy generosa. Siempre ayudo cuando se necesita. 

—La generosidad no siempre se mide en monedas, Emilia —replicó doña Inés, con una leve sonrisa que suavizaba su tono firme—. A veces, ser generoso es dar tiempo y afecto a los demás, no solo dinero.

—¿Quién no ha dicho alguna vez «paparruchas» a algo navideño? —intervino Mario, con una sonrisa traviesa—. ¿O ha ignorado una invitación porque estaba demasiado ocupado?

Emilia dejó escapar un suspiro.

—Pero lo que Scrooge hace es terrible. Tener a su empleado en esas condiciones… con un solo trozo de carbón para calentarse, y ni siquiera le paga lo suficiente para que pueda comprarse un triste abrigo. ¡El pobre no tiene más que una bufanda! Yo no podría soportarlo.

—Y aún así, Bob encuentra la manera de disfrutar de la Navidad —dije yo, intentando sonar seguro. Todas las miradas se dirigieron hacia mí, y sentí el calor subirme al rostro—. Quiero decir… con su familia, con Tiny Tim… eso demuestra que… que no es cuestión de lo que tienes, sino de con quién estás.

Mario me miró con una expresión cálida, pero reflexiva.

—Tienes razón, Jorge. Y es ahí donde Dickens nos muestra el verdadero espíritu navideño. No son los regalos ni las luces, sino la unión. Lo importante no es lo que tienes, sino cómo lo compartes, aunque sea muy poco, como le ocurre a Bob. 

—¿Y qué opináis del final? —preguntó Berta acariciando el pelo negro de Eleonora—. ¿Es realista que alguien como Scrooge cambie tanto?

—Los cambios no son fáciles, pero son posibles —respondió doña Inés tras apurar la última gota de su taza de chocolate—. Para cambiar, uno debe enfrentarse a sí mismo, a sus errores y al impacto de sus acciones. No creo que sea cuestión de realismo, sino de voluntad. 

—Todos merecemos una segunda oportunidad —murmuré mirando mi taza. 

—Aunque no todos la aprovecharían… —respondió Berta con gesto serio—. Yo creo que las personas no cambian. Es más, se podría decir que van a peor con la edad. 

Mario sonrió y llenó nuestras tazas nuevamente.

—¿No intentamos acaso cambiar todos al comienzo de cada año? —preguntó dejando la jarra a un lado—. Nos marcamos nuevos objetivos: ser más saludables, alcanzar metas laborales o personales. Pero, tal vez, algunos de esos propósitos deberían ir más allá de nosotros mismos. Podríamos pensar en cómo queremos tratar a los demás, en las cosas pequeñas pero significativas que podemos hacer para ayudar a quienes nos rodean. Al final, no queremos terminar como los fantasmas que Scrooge vio desde su ventana, deseando cambiar algo pero sin tiempo para lograrlo. No esperemos a que sea demasiado tarde para ser mejores personas, para reconectar con quienes queremos y construir una versión más generosa y amable de nosotros mismos. 

Nos quedamos todos sumidos en aquella reflexión cuando el timbre de la puerta interrumpió en el silencio. Mario fue a abrir y regresó seguido por Fred, que lucía un gorro de Papá Noel en la cabeza. 

—Perdonad el retraso —se disculpó algo nervioso. 

—¿Dónde te habías metido? Ya casi hemos terminado —le dijo Berta. 

—¿No tendrás una de esas gripes? —preguntó Emilia con desconfianza. 

Fred negó con la cabeza y, con timidez, sacó de una bolsa cajitas que distribuyó entre todos. Yo daba por hecho que pararía antes de llegar a mí, pero no fue así.

—Feliz navidad, chico —murmuró con su tono serio habitual al tenderme la última de las cajitas. 

Una mezcla de sorpresa, ilusión y estupefacción me recorrió el cuerpo cuando descubrí una taza con la inscripción: 

JORGE

Miembro del Club de Lectura El Palomar.

—Oh, Fred. Es preciosa —comentó Emilia. 

—Sí lo es —concluyó Berta, observando a Fred con gesto de absoluta perplejidad, posiblemente el mismo que el mío.

—Bah, es solo una tontería —musitó tomando asiento en su silla como si nada. 

—No es por la taza en sí, sino por lo que representa. Somos cada uno de nosotros —le respondió Mario dándole la vuelta a la suya—. Gracias, Fred. 

Mario, por su parte, también tenía algo preparado. Nos entregó paquetes envueltos cuidadosamente, esos que había estado preparando justo cuando llegué. Al abrirlos, descubrimos un ejemplar ilustrado de «Peter Pan».

—En esta última lectura hemos acompañado a un anciano avaro a ser mejor persona —comentó Mario—. ¿Qué os parece si empezamos el año viajando al País de Nunca Jamás para acompañar a un niño que no quiere crecer?

Risas y brindis con chocolate caliente cerraron la última reunión del club de lectura de 2024, donde la magia, la literatura y la amistad se entrelazaron para crear momentos como este. 

Te deseo una feliz navidad, feliz entrada de año y que todos tus deseos se cumplan, como tú estás haciendo que se cumplan los míos cada vez que me lees. 

¡Ah! Se me olvidaba… Si te preguntas si finalmente conseguí terminar la segunda parte de mi novela… ¡Sí, lo logré! En estos días pasará a manos de los lectores cero, y no me puede hacer más ilusión, porque si hay algo aun mejor que escribir una historia, es compartirla. 

Y si aun no sabes que regalar estas navidades, mi primera novela Dime a qué huele el mar está lista para envolver y llegar a las manos de un lector que quiera viajar a Galicia y sumergirse en sus misterios.

¡Regala magia!

¡Regala historias!

¡Regala literatura!

Gracias por venir una vez más a El Palomar, refugio de todos los que tenemos la cabeza llena de pájaros. Y recuerda:

¡A volar sin miedo y a soñar sin límites!

Paloma.

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