24 Feb De lunes a nubes

Era un lunes más, como lo habían sido todos los lunes de los últimos diez años. Sentado en el autobús, observo el teléfono que, tras un parpadeo, se sume en un letargo definitivo. Me lo guardo en el bolsillo y miro por la ventana. El cielo está cubierto de nubes blancas y espesas como algodón. Resoplo mi desanimo contra el cristal y vuelvo la vista al frente. Entonces te veo, con los ojos clavados en la ventana, hacia el lugar que miraba yo hace solo un momento. Me dan ganas de decirte que no hay nada interesante al otro lado del cristal, salvo el triste escenario de un lunes más de septiembre. Pero no lo hago. En lugar de eso, te observo, y lo hago más tiempo del correcto.
Tu piel es blanca como las nubes que nos rodean, tus pestañas largas, espesas, enmarcando unos ojos tan negros que no soy capaz de distinguir la pupila en ellos. Pero no es tu aspecto lo que me llama la atención, que sin duda es bello, pero no es eso. Es algo más. Quizá sea tu manera de estar tan quieta que solo tus pestañeos fugaces delatan que eres real, que respiras como yo. Pero no, tampoco es eso, creo que se debe a la forma en que observas la ventana, como si estuvieras leyendo un libro en ella. Debe ser un cristal muy fuerte para sostener tanto tiempo una mirada como la tuya.
Dejo caer mi vista hacia tus manos que descansan sobre un bolso y descubro una mancha oscura en tus dedos. Parece pintura, o quizá tinta. ¿Eres escritora? ¿O puede que pintora? Tus manos se esconden dentro del bolso. Buscas a ciegas, sin apartar ni un segundo la mirada de la ventana. ¿Qué estarás buscando con tanta prisa? Finalmente, sacas una libreta y un bolígrafo y comienzas a dibujar. Yo observo, muerto de curiosidad, pero solo veo un garabato, una figura abstracta sin formas ni sentido. Deslizas tu mirada desde el papel hasta la ventana, una y otra vez, como si estuvieras retratando algo que se encuentra al otro lado del cristal. Pero, ¿qué puedes estar dibujando? Si nos estamos moviendo, no hay nada que permanezca quieto el tiempo suficiente para ser tu modelo. Es entonces cuando descubro el objeto de tu interés. Estás dibujando una nube. ¿Qué clase de persona dibuja una nube? Observo tus labios, finos y rosados, apretados en la concentración más absoluta, como si temieras que al dejar de dibujar un solo segundo, aquella nube se desvanecerá en el cielo para siempre. Yo te miro, a ti y al papel, a ti y a la nube, una y otra vez.
—Es la siguiente parada, Sara —comenta tu acompañante. Sara. Así te llamas, Sara. Pronuncio tu nombre en silencio, mientras mi lengua se mueve dentro de mi boca cerrada. Sa-ra. Nunca me había parado a pensar lo bonito que es ese nombre, y ese imbécil que te acompaña lo acaba de pasar por su boca como quien bebe agua, insípida, sin ni siquiera pararse a saborearla.
Agarras el papel de una esquina, tiras de él con fuerza, lo arrancas de las anillas y haces una bola con él. ¿Por qué destrozas tu nube, Sara? ¿Ha sido por él? ¿Te ha molestado que te interrumpa? Miro hacia tu acompañante, que tiene la vista clavada en su teléfono móvil, mientras está sentado al lado de una mujer que dibuja nubes y puede que ni siquiera lo sepa. Valiente necio, que no sabe lo afortunado que es de tener cerca a una mujer como tú. Las personas más afortunadas rara vez saben que lo son.
Cambias de postura sobre tu asiento y mi respiración se corta en el breve instante en que tu rodilla está a punto de rozar la mía. Que cerca he estado de tocarte, Sara. Me pregunto si tu piel será como las nubes que dibujas, que se desvanecen en vapor de agua cuando las acaricias. Miro tus ojos del color de la tinta que mancha tus dedos y me estremezco ante la idea de que esos ojos, decidan, caprichosos, posarse sobre los míos. ¿Querrías dibujarme, Sara? ¿Me dibujarías como dibujas a las nubes del cielo? Lo dudo, yo estoy aquí siempre, de lunes a lunes, estático como el asiento que sostiene mi cuerpo, carezco del misterio fugaz de las nubes que tanto admiras, por las que siento celos y envidia.
El autobús se para y tú te levantas. Algo dentro de mi te grita: «¡No te vayas, Sara! No te desvanezcas como una nube en el aire». Sigo tu recorrido mientras vas hacia la puerta, te bajas del autobús, y yo le mendigo al destino una mirada tuya. Solo una. Sin embargo, el autobús se pone en marcha mientras tú desapareces tras el humo del tubo de escape. ¿En serio, Sara? ¿Aquí se acaba?
Mi estómago se retuerce en tristeza y abandono, como si mi vida hubiera perdido su eje en el preciso instante en el que te has ido. Miro hacia tu asiento, ese que has dejado tan vacío, y encuentro la bola de papel arrugado. Me lanzo a por ella y la desdoblo con cuidado, temiendo que la nube que guarda pueda desvanecerse como lo has hecho tú.
Entonces me veo, me reconozco en esos trazos imprecisos. Yo era la nube que dibujabas, era mi cara reflejada en la ventana. Debajo, una promesa:
«Nos vemos el lunes».
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